Entierro en la 128.


Escucho cerrar la puerta, abandono mi vida, dejo atrás los únicos cimientos que he conocido y empiezo a andar, mientras vomito todo mi dolor en letras. Cada kilometro de asfalto me arde en el pecho, cada semáforo que parpadea tambalea en mis lagrimales y me siento mas niña que nunca. 
A lo mejor madurar es entender que se puede decir adiós sin irse e irte sin decir adiós. Todo el miedo que guardo entre las costillas parece golpear en cada latido, aceleran sístole y diástole, la marcha fúnebre toca la tristeza y se puede escuchar llorar a mi corazón. 
Coraza dañada, salvavida que parece hundirse. Despacio, vamos a ir poquito a poco. No se aprende a ser fuerte de una noche a un amanecer, no se aprender a ser valiente al correr por delante del miedo. 
Me veo al espejo y veo a una niña asustada que tiene una promesa y ella solo ve precipicios. A partir de ahora va a tener el vicio de extrañar los abrazos de su madre. 
"Vas a llegar lejos" "Ella cuidara de ustedes", retumban palabras en mi oído izquierdo, para hacer añicos a un corazón de cristal que jamás encontró su lugar. Y entonces marinero pronostica tormenta, pide tierra y salvavidas, pero solo encuentra un barco hecho con la piel de una poeta, que no es otra que el papel. Ahí esta escrita la crónica de su muerte anunciada, vi pasar por sus ojos todas las margaritas que deshojo, todas las espinas de las rosas negras sobre su ataúd. Porque este es el epitafio, la historia de mi entierro en la 128. 

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